Anderson, los peruanos y su ingenuidad
Hace ya unos cuantos años el historiador inglés Benedict Anderson formuló su posición sobre la naturaleza de las naciones, decía básicamente que las naciones son construcciones del imaginario colectivo, entidades que se forjan durante los años y que se sirven de instrumentos abstractos para que unos individuos se sientan parte de un todo; resultando así las naciones complejas comunidades imaginadas. Su postulado es muy bueno aunque posiblemente no funcione en determinados casos, no creo que podamos explicar el origen de la nación kurda bajo este esquema por ejemplo. Pero en general, aplica para la mayoría de las naciones incluida la nuestra. Piénsese en aquel niño de Ilave que cada lunes por la mañana canta el himno nacional mientras el pabellón nacional se iza en el patio de su colegio, como él, hay otros que hacen lo mismo en Requena y Oxapampa, sin saberlo tienen sembrada la semilla de la comunidad, despertándose en ellos el sentido de pertenencia a algo llamado Perú.
Los sentimientos que provoca aquél sentido de pertenencia son un territorio fascinante, pues es usual que escapen del terreno de lo racional. Como cualquier otro animal el ser humano es fruto de la evolución y fue sin duda la vida gregaria la que nos ha ayudado a llegar hasta aquí, somos incapaces de vivir en soledad y nuestro lado animal reclama a la tribu. Aquel sentido reivindicativo de pertenencia no es malo en si mismo, pues como algún día dijo Vargas Llosa el patriotismo es un sentimiento sano y generoso para con la tierra en la que cada quien forja sus primeros sueños. Pero también puede degenerarse y transformarse en nacionalismo, esquema bajo el cual los individuos se obstinan en la idea de la superioridad inapelable de su nación, degradando todo aquello que se atreva a cuestionarlo utilizando la violencia si hiciera falta.
Si hiciéramos una encuesta, estoy seguro de que una abrumadora mayoría de peruanos diría que ama el Perú. Aún cuando la realidad diga todo lo contrario, pues es usual ver a gente pasándose la luz roja, ensuciando las calles, evadiendo impuestos, dando coimas o delinquiendo directamente; lo indignante es que son los mismos que crucifican a un escritor por criticar la comida peruana y se golpean el pecho henchido cada veintiocho de julio mientras se emborrachan con pisco para luego mear en cualquier esquina.
Hemos fracasado en el intento de crear ciudadanos, hemos perdido el respeto por nosotros mismos y sumido este país en la vergüenza del conformismo frente a sus miserias. Vivimos en un sumidero del que nadie quiere hacerse cargo, esperando a que llegue un mesías a la casa de Pizarro y cambie esto a golpe de varita mágica. Aquella es nuestra ingenuidad y nuestro estado natural. Pero confío en que un día seamos mayoría los que hastiados de tanta mediocridad se armen de valor y luchen diariamente contra la corriente. No sé si ustedes queridos lectores quieran ser parte de esta guardia nueva, pero por lo que a mí respecta he decidido morirme pudiendo decirle a mis hijos que fui uno de los que luchó por el cambio, aquel que espero ellos y mis nietos puedan disfrutar.