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¿Y si hubiera habido apología? ¡¿Qué?!

"Si hay, pues, personas que contradigan una opinión ya admitida, o que lo harían si la ley o la opinión se lo consintieran, agradezcámoselo, abramos nuestras inteligencias para oírlas y regocijémonos de que haya alguien que haga para nosotros lo que en otro caso, si en algo tenemos la certidumbre y la vitalidad de nuestras convicciones, deberíamos hacer nosotros mismos con mucho más trabajo"

John Stuart Mill

Publicado: 2015-01-19

Hace ya un par de años una pareja de amigos me invitó a cenar a su casa, no era el único invitado y entre los asistentes había una simpática chica cuya primera imagen encantaría a cualquiera, la noche se desarrolló con normalidad; conversábamos mientras el vino llenaba nuestra sobremesa y hablábamos de todo un poco, actualidad, política e historia. En un momento dado nos centramos en el nazismo, cuando de repente aquella encantadora muchacha alzó la voz diciéndonos que éramos unos ingenuos, que en verdad no hubo holocausto judío, que aquello no era más que propaganda sionista. Sabía que habían negacionistas o revisionistas pero hasta entonces no me había topado con ninguno, discutí con ella y los humores del vino hicieron que me levante y diese por terminada la cena por lo que a mi correspondía, cogí mi abrigo mientras les decía a todos que no estaba dispuesto a compartir la mesa con alguien que dijese semejantes barbaridades. Traigo a colación esta anécdota para plantear una primera cuestión: ¿Fui intolerante aquella noche?

En el sentido estricto del término, podemos decir que si; no estuve dispuesto a seguir escuchando aquello que me parecía reprochable, pero que también puedo justificar pues aquello hería mi sensibilidad y seguramente lo hubiera hecho mucho más si fuese judío. Ahora, la cuestión es que mi reproche era el justo, y lo digo con artículo porque no hablo de cualidad sino de cantidad, siempre reprobaré ese tipo de argumentos y trataré de rebatirlos con los recursos intelectuales que tenga al alcance, pero jamás se me cruzará por la cabeza pedir cárcel o algún tipo de intervención del Estado contra quien lo sostenga. Podemos decir entonces que las sociedades condenamos de dos maneras, una primera consistente en el repudio y otra más severa en la que convenimos en privar la libertad del condenado. En cuanto a la última, hay acciones que la merecen sin discusión alguna como el homicidio o el robo, pero hay otras que creo vale la pena discutir, y hoy quiero centrarme en una especialmente: la apología.

Tal y como recoge el diccionario, la apología es la defensa o alabanza de algo o alguien. Y no es novedad que en nuestro país hay gente que defiende el terror que nos impuso Sendero Luminoso, aquel infame pensamiento que sumió este país en el infierno e hizo despertar sus miserias. ¿Hieren con lo que dicen? Si, lo hacen; y lo dice alguien como yo, cuyo padre guardia civil sirvió en zonas de emergencia en los ochenta y tuvo la traumática tarea de recoger a sus compañeros caídos mientras se ahogaba en un mar de lágrimas; lo dice alguien como yo, cuya familia materna tuvo que abandonar un pequeño negocio en el acogedor pueblo de Yanahuanca en el departamento de Pasco porque los ocasos empezaban a encender hoces y martillos en el horizonte. Claro que hiere, pero hoy vengo a decir que es un ardor que hemos de estar dispuestos a soportar en pro de un valor irremplazable: la libertad de expresión. 

Mi juicio se desprende del hecho de que la libertad de expresión es inherente a la libertad de pensamiento, no se concibe una sin la otra y este tándem termina siendo sin duda alguna el pilar de cualquier sociedad que pretenda hacer suya la democracia. Que se hieran susceptibilidades es preferible a que se coarte la libertad de pensamiento, y por lo que a nosotros respecta siempre tendremos el derecho de repudiar aquello con lo que no estamos de acuerdo, siempre tendremos el  derecho a levantarnos indignados de la mesa y acabar bruscamente con la cena. Pero no caigamos en el error de prohibirle al otro a decir lo que piensa por mucho que nos pueda parecer una barbaridad y en efecto lo sea, o como diría alguno, no caigamos en el error de negarle al otro su derecho a ser un completo imbécil, pues de hacerlo estaremos abriendo una peligrosa grieta. Y con todo esto no quiero decir que la libertad de expresión no tenga límites, claro que los ha de tener, pero creo sinceramente en que hemos de replantear sus fronteras, y no exclusivamente por el bien de aquellos cuyas ideas repudiamos sino más bien por la salud de nuestra democracia, una que no huya de los cuestionamientos y que nos obligue a mantener vivos los argumentos que la defienden, no una verdad pétrea sino una teoría viva y un ejercicio intelectual que nos convenza cada día.


Escrito por

Solitario de Catudén

Pienso, luego escribo.


Publicado en

Trinchera Liberal

Somos libres, seámoslo siempre.